Un hombre y una costilla. Lo demás, en lo que Shakespeare denominara teatro-mundo en su inmortal As you like it, es una serie de obras de tintes postmodernistas que algún dios de moda se atrevió a prologar. Ese dios dado corrompió sus atributos y algún filósofo de bigotes imposibles mató su esencia. Ahí empezamos a obedecer y a consumir felicidad intimidatoria. Proudhon nos regalaría un espejo donde nuestro instinto egoísta se vistiera de posesión. Unos nuevos ricos harían las veces de señores feudales en el Nuevo Orden. Navegar en océanos de inmortalidad y horizontes privados nunca sería tan fácil; ni creerse libre tampoco. El libre albedrío reforzó el sueño de alcanzar la cumbre de la escalera y un todo-vale nacido en nuestro interior empezó a eliminar posibles contrincantes, en la paranoia que degustamos como emperadores ante el espejo de la Historia oculta errores. Mirando nuestros sexos los creímos más potentes que los del pueblo vecino. Creamos las patrias. El eterno retorno nos lleva a seguir repitiendo la batalla final eternamente. La parca nos exige obediencia y no hemos aprendido a defenestrar su terrible aliento.