El republicanismo es un movimiento tendente a la construcción de un orden social «republicano». Esto es, una comunidad de ciudadanos libres, iguales e independientes en lo material y en lo civil, indisolublemente unida a valores como los de bien común, felicidad y justicia, en la que la vida humana, o más precisamente, la «vida buena» de todos los ciudadanos, asumida como fin último de la polis, pueda alcanzar su plenitud. Un movimiento que se remonta a los años fundacionales de eso que llamamos Occidente, por mucho que en sus orígenes no faltaran influyentes defensores de la exclusión de toda una clase social de la condición de ciudadanos. Pero el republicanismo, que tiende, por otra parte, a considerar lo socio-económico desde el punto de vista del bien de la república y que no se preocupa, por tanto, de la propiedad sino desde la perspectiva de su capacidad para crear los mejores ciudadanos (posibles), es también un programa intelectual. Un «ideal» normativamente anticipador del porvenir de unos pueblos que han conseguido, o al menos lo han intentado, emanciparse al fin de la necesidad de tutela. Un programa clásico de ascendencia aristotélica, que eleva al ciudadano y la igualdad cívica a eje del pensamiento político y que no debe ni puede ser asumido como un dispositivo teórico listo para su aplicación a cualesquiera realidades dinámicas, a la manera de un conjunto de categorías cerradas.