A medida que nos vamos haciendo mayores, repetimos a menudo, supongo que a modo de consuelo, aquella frase hecha que dice que todos llevamos un niño dentro. Un niño al que devoró este cuerpo grande y áspero que nos devuelve ahora el espejo ingrato, cada vez que, precavidos –espejito, espejito- lo consultamos. Pero sabemos bien que mucho mejor que llevar el niño por dentro, es llevarlo por fuera; es decir, serlo. El protagonista de El corredor de los sueños lo es. Es un niño y, como tal, observa y siente y cuenta las cosas que pasan a su alrededor. O eso he intentado al menos, como autor del libro. La acción transcurre íntegramente en el espacio temporal de un fin de semana, uno de tantos fines de semana de competición para los aficionados a las carreras populares. Ante los ojos infantiles pero incisivos del protagonista, van desfilando las situaciones, los escenarios y los personajes propios de tales lances deportivos; en primer lugar sus seres más cercanos: sus padres, su mejor amigo, su hermana adolescente y sobre todo su fiel perrita, Lua. Pero también otros personajes secundarios que pululan por las páginas del libro entretejiendo la trama de sus vidas como en una danza tragicómica. La fantasía exuberante del niño, su naturaleza soñadora, le permiten, además, gozar de una intensa vida interior, transportándonos, con sus ensoñaciones, hasta un segundo plano, contrapunto de la realidad, que lo mismo puede acontecer en tiempos remotos que futuros, o simple y llanamente en el reino de la fantasía. El mundo de los corredores y las carreras populares visto desde dentro y con ojos libres de prejuicios que a veces nos conducen a tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos.