Reseña del libro "Los amantes de mi abuelo"
En Iquitos, en cambio, el vulgo lo reconocía entre las miríadas de cabezas que
hacían compras en Belén. «¡Mira! ¡El Mauro Catashunga está ahí!». Se le divisaba
en medio de la muchedumbre haciendo, también, sus compras. Y para decir
que te lo habías encontrado y que habías cruzado palabras con él le armaban
charla preguntándole: «Oye, cholo, ¿cómo hago para escuchar el nombre de
mi negocio en tu radio?», cuando con reverencia y admiración, un chinganero
de abarrotes soñaba con que su negocio se escuchara en todos los confines
de Loreto, pese a que venía de la misma cantera como ellos, como la de tantos
otros, la de la gente del mercado donde las especias venían con yapa, donde la
vecina te pasaba un puñado si faltaba sal para el arroz, donde los cocos caían
como goterones en la huerta de don Jorge.
De esas pequeñas dádivas, de esos acuerdos sin palabras y de esos tratos de
trueque se llevaba la vida porque por aquellos tiempos bastaba con topar una
puerta no tan extraña para un poco de chancaca, porque «se me ha acabado,
vecina, el azúcar».